sábado, 27 de junio de 2009

MICHAEL JACKSON EN LA PLAZA DE SANTA CATALINA

No sé cuántos años tendría, si unos diez u once. Mi padre me llevó a una tienda de discos situada en una travesía de la palmesana plaza de Santa Catalina, tras mis constantes peticiones de que "quiero escuchar la música moderna que se hace hoy en día fuera de España". Abierto como estaba siempre a mis inquietudes me había prometido que me compraría lo mejor, "esa música negra de locos que tanto te gusta escuchar por la radio". Y para allá que fuimos. Tras oír de una generosa dependienta algunos temas, nos llevamos dos discos de 45 revoluciones por minuto: Uno de The Animals, y otro de los Jackson Five, en cuya cara A figuraba el tema ABC. Al llegar a casa no paré de poner la cara B de éste último, un tema que no recuerdo, quizás puesto allí de relleno como se solía hacer por entonces, pero que me puso en contacto directo con las raíces del auténtico Soul, y me abrió así las puertas de un mundo que jamás he perdido de vista. Hablar hoy aquí de Michael Jackson, tras su muerte, es por lo tanto obligado; y no lo es sólo a modo de tributo por lo expuesto, sino por tantas otras cosas... Existen artistas que han estado bendecidos por un talento que los aleja un poco de los demás hombres pero que, a la vez, los hace mucho más cercanos a ellos, porque han sabido tocar algo que casi ninguna otra persona ha podido hacer nunca: ponerles la mano en el alma. Su música, en ocasiones, ha sabido convertirse en el diapasón que ha marcado esa vibración mágica y misteriosa de gentes de todo el mundo, sin diferencias de raza u origen, un compás que une y proporciona un estado mental y espiritual muy próximo a la génesis misma de la existencia. De este éxtasis que proporciona una comunión universal fuera de toda lógica, y que se aleja por ende de cualquier análisis, han bebido millones de personas en el globo asistiendo a los conciertos de Jackson o simplemente escuchando su música -era, además, el mejor bailarín que ha habido nunca sobre un escenario-. El era uno de ellos, uno de los bendecidos. Y no importa si a uno le gusta más otro intérprete, o este mismo. Es lo mismo. Lo que es innegable es que Michael formaba parte de esa élite de elegidos, los mismos que han tenido que sacrificar su vida antes de lo previsto, como si esto fuera el obligado peaje que han de pagar para que otros vivan y sientan, aunque sea por pequeños momentos, un poco más. La eternidad, de todas formas, ya se la han ganado, y con ella nuestro cariño, respeto y gratitud. Gracias papá por llevarme aquella lejana mañana a esa vieja tienda de discos. Tú también eras muy especial, y era de recibo que me presentaras a quien como tú también se ha ido para siempre. Es el círculo que nunca se cierra, con sus imposibles aristas que siempre acaban destilando una tristeza insondable e indecible que va derritiendo ese alma desde la cual todos acabaremos precipitándonos algún día, hacia las fauces de lo eterno. Dios os bendiga.


miércoles, 24 de junio de 2009

DIÁLOGO DE SORDOS


Y usted, ¿qué cree? ¿Opina que la vida es un caos regido por el azar, que el orden de las cosas sólo encuentra tal derrotero en aras de nuestro pensamiento, que sin éste último las cosas no serían las mismas, y así el razonamiento se disiparía dejando paso a un orden natural regido por esa maquinaria invisible pero perceptible que rige ese universo disperso, pero a su manera organizado? ¿Sería el sol o las estrellas lo que son si no las interpretáramos? ¿La muerte es realmente lo que parece o es sólo un maldito paripé de las células?
Las preguntas me las lanzó ayer un indigente cuando me apresuraba hacia el Corté Inglés para que Aznar le firmara su libro a mi mujer -por cierto la que sale en la foto, tan guapa como siempre-. Iba enfundado en un abrigo de lana pese a las altas temperaturas -el indigente, claro- a pesar de que ya había asomado el cogote el solsticio de verano. Hice un alto en el camino y le espeté: No lo sé, pero creo, sinceramente, que vivimos un sueño dentro de otro sueño, y que éste lo fabrica alguien que no somos nosotros.
El mendigo se quedó un instante en silencio. Luego, pausadamente, me dijo: Es usted el único que me ha dado en la vida una respuesta razonable.
Antes de perderse de vista me lanzó un saludo con la mano. Observé que bajaba la cabeza mientras se alejaba, como si intentara ordenar bombeando más sangre a sus sienes lo escuchado.
Cuando salí del Corte Inglés, con mi libro bajo el brazo, busqué infructuosamente a esa persona. Si la hubiera encontrado le hubiera dicho que si quería conocer todas las respuestas tan sólo tendría que cruzar el umbral de los grandes almacenes, y las conseguiría. Le hubiera bastado con hablar con cualquiera que arropaba al ex presidente para comprender que todo es inútil: que el fallo no radica en las contestaciones, sino en las preguntas.