viernes, 20 de marzo de 2009

RECUERDOS DE UNA PENSIÓN

Todo se entrelaza otra vez y el timbre corre despavorido, raudo hacia los oídos de la casera de la pensión. Es una mujer cincuentona de andar cansino, ojeada sospechosa y parlamento austero. Se pliega la falda con sus minúsculas manos, afanosa por cobrar. Le entrego la tarifa y relaja el entrecejo, desde donde caen parte de sus preocupaciones, dándole una tregua a las arrugas. La casa es antigua, decorada al estilo ecléctico. Los relojes de cuco marcan el compás de la rutina junto a los sonidos de un viejo televisor, allí donde se reúnen al finalizar la jornada los pocos inquilinos. Uno de ellos, don Hipólito, maneja pata de palo y gorra de almirante. Saca sus cuartos de la mendicidad y dice sentirse muy orgulloso.

-Todo antes que trabajar de recadero –afirma exaltado aprovechando los anuncios- ¡Pues estaría bueno que con esta desgracia que gasto tuviese encima que ir corriendo por ahí!

El tedio de la tarde deja paso a la elipsis por donde se cuelan los ruidos que llegan de la calle. Es el momento que aprovecha don Agustín para justificar su aislamiento social y la soledad que reflejan sus dieciséis lustros.

-Si, llevo aquí con doña Asunción treinta años, que no son pocos, y cada día que pasa estoy más contento. Si bien es cierto que jamás ha dado cena o comida alguna a sus huéspedes, no menos lo es el hecho de que todo está siempre muy limpio. Nadie puede decir lo contrario, que no es menester infamar su reputación ni menoscabar su empeño y diligencia.

Doña Asunción jamás agradece el cumplido. Hace vida aparte en una salita donde está prohibido entrar. Siempre ha habido clases, y ella no va a poner la nota discordante. La mujer de la limpieza, una dominicana entrada en años, vive también en la pensión, y no la puede ver. Anuncia a voz en grito casi todas las mañanas, cuando ella sale a comprar, que le va a tirar la plancha a la cara un día de estos.
Yo soy el único que la escucho, echado en el catre pensando en cómo quitarme de en medio. Hace un calor sofocante. Estamos en pleno mes de agosto en Madrid. El humo de los coches avanza en espirales hasta el quicio de mi ventana. Parece envidiar al de mis cigarrillos, más azulado y elegante. Se oye un carraspeo en la habitación contigua. Es Don Gaspar, a quien le viene la tos. La tiene instalada en su garganta desde hace mucho tiempo, como un huésped inoportuno que hace ruido y al que no hay manera de echar, y menos con cajas destempladas. Convive con ella muchas horas al día, y hay veces que le gustaría poder estrangularla con sus propias manos, pero no lo hace por temor a ahogarse él mismo. La culpa la tiene el tabaco que fuma, que le está matando. Don Gaspar sabe que el humo es muy malo y que lejos de aventar males, llama a gritos a la parca, pero no lo puede evitar. Se diría que cada vez que enciende un cigarrillo está tratando de inmolarse a plazos, que aspira a desaparecer entre sus remolinos o, al menos, a disimular su existencia entre las virutas. A Don Gaspar todo le trae al pairo, menos el fumar. Me dice entre bocanadas que está muy harto, que cualquier día hace una locura, que intentó ser alcohólico pero que no lo consiguió por culpa de su paladar, “demasiado sensible para quemármelo con alcohol, que lo único que hace además es atontar al más pintado”. Don Gaspar está hasta las pelotas, así de claro. Me lo repite en cuanto me ve, entre espasmos pulmonares y blasfemias.
A don Gaspar le violaron antaño dos travestís en una cárcel de Burgos, al poco de ser condenado por el robo de tres mil cajas de puros de un contenedor que acababa de llegar de Cuba, en un muelle viejo del que prefiere no acordarse para que no le entre la mala leche. A mí me da igual, aunque le escucho por respeto, y sobre todo porque me da mucha pena.

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